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    La Taquigrafía en el Congreso General Constituyente de 1852-1854
    Autor: Tulio Rubén Biglieri
    País: ArgentinaCurriculum: Curriculum





    I. CÓMO SURGIÓ ESTE PRÓLOGO

    I.- Dos de mis numerosos apreciados colegas me formularon, en una sí que harto amable conversación sostenida no hace mucho en mi domicilio, una atractiva sugerencia. Néstor R. Portillo y Jorge A. Bravo –a ambos me estoy refiriendo–, actual presidente y el que lo fue, en dos de períodos, de la Asociación Argentina de Taquígrafos Parlamentarios (1), respectivamente, me interesaron en la posibilidad de que nuevamente fueran publicadas mis Notas sobre el Diario de Sesiones del Congreso General Constituyente de 1852-1854, aparecidas en cinco números sucesivos de El Boletín de esa entidad, a la que me honro en pertenecer.

    A partir de ahí, la cuestión que se nos planteaba era: ¿de qué manera lo haríamos? Teóricamente, se nos abría un par de alternativas: o aprovechábamos la ocasión para ampliarlas y completarlas (cosa que, evidentemente, requerían), o, simplemente, las dábamos a la imprenta sin introducirles ninguna modificación. Sea cual fuere la decisión final que se adoptara, el propósito era juntarlas en una separata.

    En un primer momento, dicha sugestión, desde luego, cautivó poderosamente mi atención. Esto no ha de sorprender a nadie, pues, en cuanto a mí, ¿cómo negarme a que esas modestas líneas se vistieran, por segunda vez en pocos años, en letras de molde? ¿Cómo resistirme a la satisfacción intelectual que tal hecho conlleva? ¿No se tocaban, en última instancia, las fibras de un, a mi entender, legítimo interés personal.

    Empero, en contra de la realización práctica de la primera de esas dos alternativas –que era mi preferida, y la más ambiciosa, ya que coronaría apropiadamente mi labor–, militaban, infortunadamente, fuertes razones, que me veo en la obligación de puntualizar acá. Debo indicarlas honradamente, no obstante que atañen a una situación de mi estricta incumbencia particular (en definitiva, sin mayor interés para quien esto leyere), puesto que han incidido, decisivamente, en la puesta en ejecución ese gratificante proyecto.

    II.- Inesperadamente, en marzo de 2002 sufrí un accidente cerebro-vascular, que afectó, casi paralizándolo, el costado derecho de mi cuerpo; sus secuelas, a la fecha, aun persisten, y así, al dar forma a esta introducción, estoy sometido a la correspondiente rehabilitación, con lentos progresos. Felizmente, no ha habido ningún preocupante compromiso mental, y mi cerebro se ha visto indemne de esa sorpresiva jugada que me deparó el destino.

    Esto me ha permitido, por lo menos, componer este prólogo. En su transcurso, abordaremos –especial mas no privativamente– uno de los temas centrales de estas Notas...: el de los que denominamos "los discursos en primera persona” (2).

    Las severas dificultades motrices consiguientes a ese AVC me impelen a escribir este proemio, con mi PC, empleando únicamente mi mano izquierda y me impiden manejar, con una mínima soltura, no solamente el incómodo volumen (por lo grueso y pesado) que, entre otras piezas, contiene las actas de esta constituyente, sino también la bibliografía auxiliar, unas y otra de insoslayable consulta. Los gravosos inconvenientes que esto me acarrea saltan patentes a la vista: para dar por cerrada mi tarea con estas palabras preliminares, tendré que valerme, excluyentemente, de mi memoria, falible como la de cualquier mortal y, en mi caso, golpeada por ese desgraciado percance.

    II. UN INTRÍNGULIS

    III.- El repaso de lo escrito, aunque ya no podíamos cambiarlo por las razones arriba dichas, nos suscitó algunas reflexiones (3). El transcurrir del tiempo, aunque no haya sido prolongado, nos suministra nuevas perspectivas para juzgar, con alguna ecuanimidad, lo que hicimos.

    Un enigma nos atenaceó (4), diríamos que implacablemente, en el proceso de composición de estas Notas...: ¿trabajó en este Congreso algún estenógrafo? Efectivamente: nos encontramos, por un lado, con que en sus actas no hay ninguna referencia directa e indubitable que permitiera darle una contestación afirmativa, y, por el otro, con la lectura de algunos discursos –e, incluso, con casi todos los de una sesión (la del 20 de abril de 1853)– que postulaban, indirectamente, la respuesta contraria. ¡Nada menos!

    Prudentemente, nos abstuvimos de tomar tajante partido por una u otra solución. En la época en que la monografía fue publicada (a partir de los primeros meses de 1998), no estábamos del todo convencidos de si nos hallábamos en condiciones de emitir una opinión conclusiva acerca de este dilema y de cuál debía ser ésta (5).

    Teníamos en cuenta que los argumentos que pudieren esgrimirse (ya a favor, ya en contra) abogaban por una postura o por la otra, absolutamente inconciliables entre sí. Porque –reiteramos– a) ¿dejaríamos de lado el elocuente (pero extraño) silencio que el Diario de Sesiones guarda alrededor de un asunto cuya importancia ameritaba alguna alusión en sus páginas, por breve que fuera?, ¿no afirmó el secretario Zuviría que nunca se había podido disponer de los servicios de un taquígrafo?, o b) ¿cerraríamos los ojos ante la incontrastable evidencia de esas piezas oratorias, sin disputa estenografiadas?

    Las probanzas que pudimos colectar no son, en sí, terminantemente concluyentes. Las existentes contrariarían (por la negativa que implícitamente conllevan) la tesitura por la que finalmente nos inclinamos, y, de atenernos a las constancias escritas, en ningún momento surge con claridad meridiana que tales servicios hayan sido prestados.

    Pero terminamos por dar por cierta la presencia de un colega en esta convención (véase asimismo lo que, para redondear nuestras apreciaciones, añadimos en VII-IX). Pues, decididamente, hay una sumatoria de indicios que nos persuaden a otorgar a la segunda de las opciones indicadas más crédito que a la primera, y consecuentemente, en la disyuntiva que se nos presentaba, no nos cabía sino acogerla resueltamente –como lo hacemos–, desestimando la primera (6).

    Esta posición, ciertamente, no es una mera invención personal, producto de una febricitante fantasía. Por si hiciere falta, repetimos que reposa en un argumento indisputablemente irrefragable: la mayoría de esos "discursos en primera persona”, que nadie impugnará razonablemente.

    Notamos el empleo de recursos retóricos propios de piezas concebidas espontáneamente y ceñidas a la misma marcha de los acontecimientos, de suyo imprevisibles. Hay epanodos y la alusión a dichos y/o hechos recentísimos, correspondientes a la jornada en curso (7).

    Pero antes de pasar adelante, nos ocuparemos de Los constituyentes del ´53, el justamente célebre cuadro de Antonio Alice. Nos servirá para hilvanar nuestras restantes consideraciones.

    III. EL CUADRO DE ALICE





    IV.- Es asaz conocido, ya que ha sido reproducido en numerosísimas oportunidades, hasta en objetos de uso masivo y cotidiano, como billetes de banco. Ha sido visto por el gran público, que por lo general ignora (y no tiene la obligación de saberlas) las alternativas del Congreso de 1852-1854.


    Es superfluo que recordemos que lo que está representado en la obra es un pasaje de la sesión del 20 de abril de 1853, la de más dramático desenvolvimiento y la que fijó el derrotero definitivo que se emprendería a continuación. Juan Francisco Seguí, uno de los más activos diputados, es quien aparece haciendo uso de la palabra: se lo ve de pie y con el brazo derecho extendido enérgicamente, en el centro, dominando la escena.

    Para realizar su notable faena, que le demandó varios años, el artista desplegó, concienzudamente, un paciente y esmerado cuidado con miras a documentarse debidamente (iconografía, indumentaria, mobiliario, algún accesorio [el tintero usado], ambiente...). Se ha hecho tanto hincapié es esto, que estamos dispensados de aportar algo novedoso al respecto.

    V.- Pero hete aquí que hay algunas puntuales circunstancias de las que, hasta donde pudimos averiguarlo, no tenemos noticia de que se haya parado mientes y que, contrariamente, sí han atraído nuestra atención. Inevitablemente, hacen surgir un serio interrogante: por ventura, ¿hay algún resquicio que induzca a suponer con certeza que el lienzo no es tan impecablemente fiel a lo realmente acontecido ese 20 de abril?

    En este orden de cosas y para arrimar alguna nota esclarecedora, es menester que cotejemos, por un lado, la pintura y, por el otro, las constancias oficiales que nos quedan de la referida sesión, aprobadas casi de inmediato por el Congreso, el 22 de abril.
     

    Por de pronto, apresurémonos a observar lo siguiente: a despecho de la extensión de la parte correspondiente a los discursos que siguieron al del comienzo del presidente [¿debió de haberse insertado sin más trámite, o (que es lo que Rosa asegura) lo copiaron en la Secretaría?], esta rapidez condice con el desempeño de un taquígrafo [¿auxiliado por un amanuense?]; a muchas otras actas se les dio el visto bueno con parecida celeridad, pero nótese que eran mucho más cortas.

    Precisamente, la de ese 20 de abril es la única de las 111 actas en la que –con excepción del primero de los tres de Facundo Zuviría– todos los discursos que en la ocasión se escucharon en el pleno (entre ellos, huelga acotarlo, el de Seguí) parecen indiscutiblemente, por lo distintivo de algunos de sus caracteres morfológicos (cfr. III), haber sido improvisados y no leídos por los oradores. En ésta, más que en las otras 110, es bastante más acentuada, sin alcanzar a ser total, la semejanza con un Diario de Sesiones de la actualidad.

    (Haya o no estudiado específicamente el punto, acierta Alice en mostrar que Seguí no sostiene en sus manos ningún papel [además, no necesitaba tenerlo consigo] que contuviera un texto confeccionado con antelación, ora su peroración completa, ora apuntes parciales que le sirvieran para recordar sus ideas y exponerlas coherentemente [para el caso, no importa quién los haya hecho: si el mismo Seguí o un tercero].)

    VI.- En la pintura, están todos los miembros del Congreso en ejercicio y el secretario Zuviría, y nadie más. No los acompaña ningún otro individuo que revistiera en el plantel de los pocos servidores que aquél tuvo.

    Alice incluyó en la misma a los tres que no concurrieron a la sesión del 20 y a un cuarto que después se agregó al seno de la corporación. Esto se comprende sin dificultades: con ese gesto generoso, quería tributarles un homenaje, al hacerlos figurar, emparejándolos con los otros, como protagonistas de esa famosa jornada.

    Pero hay otros dos pormenores en los que queremos fijarnos más detenidamente:

    1. No se aprecia la participación de un estenógrafo, que durante la intervención del representante por Santa Fe estaría, necesaria y simultáneamente, practicando su oficio. La sola mesa incorporada a la imagen es la de la Presidencia, ante la cual solamente se sientan Pedro Ferré (el vicepresidente pasajeramente a cargo de la conducción de las deliberaciones), y José María Zuviría (el secretario actuante), a su izquierda.

    2. A éste se lo ve, inclinado, en la actitud de escribir lo que, al mismo tiempo, emanaría de los labios de Seguí. No otra cosa es lo que, forzosamente, está sugiriendo el contexto, pero, en la pura realidad fáctica, ¿era exactamente eso lo que sucedió en el salón del Congreso?


    Afirmamos que no, porque si hubo algún plenario en el cual Zuviría estuvo desligado del deber de consignar (como pudiera) los discursos que se pronunciaban, fue este del 20 de abril: debió leer personalmente el inicial (el célebre de su padre), mientras que de todos los que vinieron a continuación (entre ellos, los otros dos del propio presidente) se encargaba un compañero nuestro, del que, reiteramos, en absoluto se hace mención alguna en el Diario de Sesiones.

    Con esto, ¿colocaremos en entredicho la tan alabada fidelidad a la Historia de esta pintura? ¿Levantaremos objeciones que la pongan en duda, en contra de lo se que ha venido sosteniendo firmemente?

    Pero, si no, ¿qué es lo que escribiría el secretario? y ¿qué necesidad tendría de hacerlo? En una representación plástica de décadas después y en la que, repetimos, no se incluye a ningún estenógrafo, la postura que se le atribuye (el busto encorvado, y la diestra y la mirada posadas sobre una cuartilla) encaja con perfecta coherencia dentro del conjunto imaginado por Alice, pues, de esta manera, estaría llenando la misión que tenía encomendada. Insistimos en que no es esto lo que aconteció en el cuerpo.

    IV. CONTRERAS


    VII.- Planteado ya el delicado problema de cómo reproducir los discursos pronunciados en la sesiones del Congreso, en el final de la del 9 de febrero de 1853 el presidente anoticia sobre la llegada de un profesor de estenografía, de quien afirmó que tenía buenos informes. Dijo que, si los diputados lo estimasen conveniente, podía crearse el respectivo cargo y nombrarse una comisión con el objeto de que evaluara las aptitudes del que llama "artista” (de él solamente sabemos su apellido: Contreras) y anunció que en la siguiente reunión comunicaría el resultado de sus averiguaciones.

    A renglón seguido se produjo un debate en el que tomaron parte Seguí y Lavaysse (que más de una vez exteriorizaron su interés por la Taquigrafía), en cuanto a si el candidato debía o no ser sometido a una prueba para examinar sus condiciones.

    En los registros de la constituyente, no hay una alusión –por escueta que fuere– que aclarara qué se resolvió en tal sentido; de acuerdo con ellos, parece que, oficialmente, nada se hizo: no aportan ninguna prueba que muestre lo contrario. Y ni en los índices onomásticos de las fuentes impresas ni en los artículos escritos sobre el tema, que hemos manejado, se cita ese apellido.

    VIII.- Sin embargo, en algunas de las actas –aparte de la del 20 de abril– se intercalaron discursos estenografiados; así se dispuso conforme con criterios (prima facie, erráticos) que estamos lejos de desentrañar. Renunciamos al intento de clarificarlos, lo que reputamos como un empeño vano, en el que no vale la pena internarse.

    ¿A quién los adjudicaremos? No cabe otra alternativa que pensar en que se deben al propio Contreras; al fin y al cabo, fue el único taquígrafo que mantuvo algún género de vinculación con el Congreso, aunque ésta no tuviera el alcance que perseguiría.

    Por supuesto, bajo ningún concepto podemos atrevernos a calibrar la calidad de su trabajo. Ante nuestra vista, solamente están sus versiones, y, obviamente, no tenemos a nuestra disposición –¿cómo obtenerlo?– ningún elemento de comparación para ensayar una opinión, ni tan solo aproximada, sobre la jerarquía de su tarea. Las traducciones propiamente dichas le pertenecerían exclusivamente; en 1853, cuando la Taquigrafía todavía era una rareza, ¿acaso habría alguien para prestarle una ayuda que fuera para algo más que manuscribir al dictado esas transcripciones?

    ¿Por qué su labor no fue continua, a lo largo de todo el funcionamiento de la constituyente (1852-1854)? No parece sencillo dilucidarlo, pero, en una suposición que lo favoreciera, aventurémonos a conjeturar que lo más probable fue que, tanto la asamblea, su mesa directiva o los diputados, como él mismo, se apercibieran sin tardanza de algo que resultaría bien manifiesto a todos: en virtud de la proximidad temporal entre cada sesión, le sería imposible mantenerse al día con la presentación de sus traducciones. Las ventajas que significa contar con versiones estenográficas se verían de este modo neutralizadas.
     
    V. UN ESTILO BIEN DIFERENTE

    IX.- Contrastan notablemente estos "discursos en primera persona” con todos los demás (la amplísima mayoría de los que componen este corpus), que, en cambio, lo están en tercera. En este acápite, no abriremos juicio en lo que respecta: a) identidad de sus autores; b) si fueron o no estenografiados; b) grado de exactitud –en principio, más fácilmente discutible– con la que estos últimos reflejaban lo dicho en el recinto (como correspondía, sobre este punto ya se ha expedido el propio Congreso), y d) si las aseveraciones que contenían eran veraces. Más bien, emitiremos opinión acerca de otra temática: el estilo, a todas luces diferente, que predomina en unos y otros.

    En los primeros, es perceptible la frescura con la que aparecen exhibidos los conceptos por los oradores. Están desarrollados limpiamente, con fluidez y viveza, y es factible captar la medida de la profundidad y el vuelo de ellos (si grande o escasa: como se verá, esto es objeto de controversias). Hasta donde es posible, se dejan adivinar algunas de las emociones íntimas que embargaban a los diputados.

    Su lectura se facilita enormemente e, incluso, puede llegar a producir un placer de naturaleza estética. Esto es, justamente, lo que nos pasó a nosotros, ante una de las no frecuentes intervenciones de Pedro de Alcántara Díaz Colodrero (9-IX-1853), congresista de y por Corrientes, cuya prosa galana (acorde con su eufónico nombre) nos deleitó en grado sumo. ¡Aun pervive en nuestros recuerdos!
    La construcción de las oraciones es más compleja. Pongamos por caso: la utilización con mayor asiduidad de las subordinadas, lo que les confiere más "elasticidad” a su estructura; no hay el envaramiento que se denota en aquellas en las que los verbos están conjugados en tercera persona.

    2) ¿Y los otros? Al margen de que no reproducían todas y con escrupulosidad "fotográfica” las palabras que se proferían, la impronta personal de cada uno de los oradores queda enmascarada por el hecho de que, en primera y última instancia, la redacción no es sino la de quien preparó los borradores de las actas (hay que presumir que se trata del secretario Zuviría) y de los que, en muchísima menor proporción, les propusieron correcciones –generalmente ligeras– al ser sometidas al examen del Congreso. Son párrafos "resecos”, más bien protocolarios, en los que falta el nervio que habrían puesto los oradores en el momento de dirigirse a sus pares.

    NOTAS

    (1) Como lo digo en II, mi salud se ha visto resentida a raíz del accidente que relato. La sugerencia a la cual aludo ha tenido, para mí, efectos muy saludables, ya que el tener que desplegar mis aptitudes para escribir esta introducción (fundamentalmente, las intelectuales) me ha significado un valiosísimo ejercicio en aras de mi rehabilitación; por ello, acá dejo constancia de mi profundo reconocimiento a los amigos Portillo y Bravo.

    (2) Lamentablemente, no fue posible traspasar esos límites, que, en cierto modo, estrechan mis objetivos.
       
    No se nos escapa que estas Notas... necesitan que les imprimamos una remodelación, distribuyendo de otra manera –quizás más adecuada– la materia tratada, mas no su fondo, en el que nada tenemos para enmendar. Pero debimos renunciar a semejante empresa, ya que, por ejemplo, traería aparejado un intento de muy trabajosa realización para nosotros, dado lo señalado en II: el cambio en la numeración de varios acápites y, con ello, la remisión recíproca entre éstos.


    (3) Creemos que no será impertinente referir una anécdota que se atribuye a Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831). Viene a cuento recordar que, cuando uno de sus discípulos lo interrogó acerca de qué es lo que quiso decir en un determinado pasaje de una de sus obras, el filósofo alemán le respondió: "Cuando escribí ese párrafo, eso lo sabíamos Dios y yo. Ahora, solo lo sabe Dios.”

    Salvando las abismales distancias, algo parecido nos ha ocurrido con nuestro trabajo: confesamos que, al releerlo –años después de su redacción– para confeccionar esta introducción, no alcanzamos a captar en plenitud el significado último que le adjudicamos a ciertas partes del mismo. Pero de algo estamos absolutamente seguros, y es de que, en ese momento, hubo poderosas razones para escribirlas, aunque al presente no recordemos bien cuáles fueron. Ratificamos la totalidad del contenido de estas Notas...

    (4) Justo es decir que otro muy querido compañero de mí en la Cámara de Senadores provincial, el doctor Roberto E. Barcia, me acompañó en mis preocupaciones acerca de este punto. Inclusive, solíamos intercambiar bromas al respecto.

    (5) Acerca de "los discursos en primera persona”, decíamos en 22, y lo reiterábamos en 48, que, "en comparación con los demás, tienen toda la apariencia de haber sido taquigrafiados”.

    Y en 1, así iniciábamos la monografía: "El Soberano Congreso General Constituyente de la Confederación Argentina, que dictó en 1853 la Constitución que con posteriores reformas parciales aun nos rige, no nos ha legado, infortunadamente, registros estenográficos completos que reproduzcan fiel y pormenorizadamente todos los debates y demás detalles de las sesiones que celebró en cumplimiento de la alta misión –sea la más de importante, la que le había carácter constituyente, sea la de orden legislativo– sido encomendada por el Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos.”

    Nótese el cuidado con el que, en estos pasajes y otros que podrían mencionarse, elegimos las palabras.

    (6) Raúl J. M. Salas, otro distinguido colega de mí en la Legislatura bonaerense –y también abogado–, me ha brindado, a mi pedido, su competente asesoramiento especializado en torno a esta disyuntiva.

    (7) Teníamos archivados varios ejemplos de epanodos, pero, lamentablemente, hemos extraviado el diskette en el que los habíamos guardado con el fin de traerlos, oportunamente, a colación. Se trata de una figura retórica que se construye declarando algo, para después repetirlo o explicarlo con los mismos vocablos.

    En una versión no estenográfica de un discurso, se puede (y debe) prescindir de su uso. Se ganaría en elegancia estilística al excluir una reiteración que terminaría siendo, no solo ociosa, sino fastidiosa.

    En 54 se transcriben partes de algunos discursos pronunciados el 20 de abril de 1853, en los cuales los oradores se refieren a hechos bien recientes.



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